ESTABILIDAD Y FUGA EN
Alguna vez me he encontrado bajo la sombra acerada de las esculturas de Aitor Urdangarin (Vitoria, 1969). La rúbrica atrayente de sus nudos gordianos, la altura de esas líneas sinuosas que juegan frente al mar, Cantábrico o Mediterráneo, o entre los árboles del jardín ilustrado, o bajo otras alas, en los aeropuertos de la multitud desplazada. Siempre imprimiendo en el viento esas enigmáticas grafías que relampaguean en el azul o se diluyen en el gris como elementos extraños y a la vez integrados.
La mirada no se sorprende; ha observado antes parecidos o idénticos materiales en los laberintos de Alicia Larraín, en los árboles torturados de Roxy Paine, en el arpa eólica de Luke Jerram, en las configuraciones modulares de Kenneth Snelson, en las redes de irregulares geometrías de Richard Deacon, o en los arcos infinitos de Andreu Alfaro, ha medido la altura del David- Goliat de Antoni Llena y también ha escuchado desde la lejanía, el sonido de aquel árbol doblado que suena en Burnley (Lancashire) agitado por el viento de Tonkin Liu, en tantos lugares, en tantas creaciones…
No, la visión no puede deslumbrarse con tal o cual propuesta porque al haber transitado los diversos recorridos de la contemporaneidad no es del todo inocente: ¿O tal vez sí?... El caso es que, aunque los cilindros de acero le resultan cercanas a la mirada atenta, las formas de Urdangarin son distintas, envolventes, evasivas, como si buscara esa fugacidad del límite acaso para sentir lo ilimitado. Es entonces, frente a ellas, a la hora propicia del asombro, cuando las esculturas del artista vitoriense reclaman protagonismo. Aquí, en estas formas que la luz bruñe, se halla la liberadora elipse, el subversivo - y en este instante - contemporáneo orden que alguna vez y en otro tiempo lejano opuso a Kepler frente a Galileo e iluminó a Bernini. Un vacío transitable tan esquivo que proyecta la confianza en el oficio y al mismo tiempo la desobediencia de la pulsión creadora consciente de saberse a la vez nómada y arraigada, en una fusión que abraza ambas propuestas: de respeto a la materia moldeable y a la controlada libertad en la ejecución perfeccionista e impecable, frente a lo que el juego de la luz desea revelarnos y la sombra procura resguardar.
Aitor Urdangarin es dueño de una obra, una creación, que intenta eludir el mimetismo pero que también sabe extraer de los vacíos de creadores distantes como Henry Moore, por ejemplo, los “principios de formas y de ritmos” o la “sutil colaboración con la naturaleza” que el universal inglés propugnara. Las obras de Aitor Urdangarin, que tienen algo de paso y permanencia, conocen las atmósferas de distintos lugares de la tierra donde han sido admiradas, galerías estadounidenses de prestigio, en Nueva York, San Francisco, o Miami – por citar sólo algunas- , Munich, Milán, Niza, aparte de más de una veintena de galerías españolas con las que Aitor Urdangarin trabaja desde hace tiempo; hitos, referentes que asumen una historia y la completan lejos de bambalinas, pues la imagen no basta y lo sabemos, para fijar un tiempo, el arte de ahora mismo ya no finge, ya no crea lo ilusorio del teatro, busca la libertad Dentro del espacio que vive, conoce la materia y el vacío, sabe de lo que trata y escucha con sus manos, mira a través de ellas, sabe de incomprensiones y de encrucijadas; reflexiona y dialoga con su entorno y escribe sobre el cielo y sobre el suelo con la sombra que la obra proyecta, con la estabilizadora energía, con la fuerza de un lenguaje que conoce frente a lo que puede tocarse, y a lo que, inalcanzable, no es posible explicar.
Efi Cubero